Ronquidos en la Chascona, por Gladys Mercedes Acevedo

Conocer la casa museo de un escritor, de algún modo, es adentrarse en su bella, particular y compleja cosmovisión del mundo. Estar allí en silencio observando esas paredes, esos objetos que ha coleccionado con tanto amor, el escritorio donde escribía o los ventanales que han cobijado su mirada o simplemente intentar adivinar esos instantes sublimes de inspiración, en que una musa le secretea al oído algo que sólo él puede escucharlo, para que lo cuente y perdure para siempre en la memoria colectiva de los hombres. Sin lugar a dudas La Chascona, la casa del poeta Pablo Neruda, en Santiago de Chile, es uno de esos lugares mágicos que invita a hacer un recorrido por el corazón del hombre. Pocos son los seres humanos que dejan esa clase de huella simbólica impregnada en las paredes, en los escritos, en el paisaje mismo que lo rodea. Este genial poeta para hablarnos del amor, de sus glorias y de las pequeñas tragedias diarias que encierran el amor, nos dejó un mundo de barcos anclado en el medio de una montaña en el cerro San Cristóbal. Su casa diseñada por él mismo y dirigido por el arquitecto Germán Rodríguez representa un barco con pequeños camarotes y habitaciones laberínticas que va ascendiendo en la montaña como si fuera un mástil. La casa parece luchar para llegar a la cima y ver el esplendor de la Cordillera de los Andes fusionándose con el cielo, como si fueran dos amantes despeinados. Esta casa no fue una simple casa, fue un nido de amor construido por el poeta para vivir con su amante, Matilde Urrutia. La chascona, así era como cariñosamente la llamaba, que significa despeinada en quechua. Allí, en esas largas tertulias de veranos con amigos, donde no faltaba el buen vino y las charlas que se prolongaban por varios días, a veces Pablo Neruda, acostumbrado a dormir la siesta, desaparecía descortésmente por una estrecha escalera, para luego aparecer por otra habitación. Aún hoy su esencia parece estar impregnada en los objetos que cuelgan de las paredes, en las farolas, en los mascarones de proa de los barcos, en sus colecciones de botellas o caballitos de mar, todo parecería hacer eco de los ronquidos de Pablo Neruda en la Chascona.

Por Gladys M Acevedo